Cuento: la felicidad de una mujer, perteneciente a Sandalia de Mujer I.
Frase del cuento: «Siempre me dijeron que como mujer no estuviera triste y tuve que aprender a sonreír aun cuando mis labios no estuvieran humectados, luego conocí que estar triste no es lo mismo que ser triste, y que era más feliz cuando aquellos estaban besados, por lo que logre así disfrutar más tranquila de mis ratos tristes.»
Siempre me dijeron que como mujer no debía estar triste.
Desde pequeña, retumban las palabras de quienes me rodeaban, estableciendo cortinas alrededor de mi corazón. De alguna u otra forma trataron de enseñarme que la tristeza no era bienvenida, que debía esconder mis emociones debajo de mi alfombra, cubrirlas con sonrisas.
¡Siempre debía sonreír!, aunque esa sonrisa fuera tan artificial y débil como el hilo de una telaraña que sostenía mi alma a punto de romperse. No llores, no estés triste, ya cálmate, decían, como si la tristeza fuera un monstruo que había que mantener encadenado en la obscuridad de mis pensamientos, como si no fuera más que un reflejo de debilidad, de algo inaceptable.
Así, crecí formada en que la tristeza debía ocultarse, que mi boca debía estirarse hacia los extremos, formando una curvatura que indicara siempre que todo estaba bien, que yo era más fuerte de lo que aparentaba, incluso que yo era feliz.
Fue así como aprendí a sonreír aun cuando mis labios estuvieran secos, quebradizos, dolidos, sin el aliento cálido de una emoción auténtica. Labios secos de tanto guardarse palabras para sí, labios vacíos de besos, de caricias, de promesas de amor propio.
Fue un camino largo y solitario, uno donde parecía que los colores se desvanecían y quedaban apenas sombras de lo que una vez fui. Crecía dividida entre lo que me enseñaron y lo que realmente sentía, en esa delgada línea que separa lo que mostramos y lo que somos. Cada vez que intentaba mostrar un símbolo de tristeza, caía en mí el peso helado de las expectativas ajenas, como si llevara atado a mi cintura el juicio del mundo y tuviera a su vez que sostenerlo sobre mis hombros. No me permitían ser vulnerable. Terminé por creer que la tristeza era un lujo que no podía tener lugar en mis adentros.
Un día, la fachada se acabó, esa delgada máscara de porcelana era demasiado frágil para sostener todo lo que había escondido. La tristeza se desbordó abruptamente, y fue imposible contenerla. Me sentí en un momento perdida, pero también liberada. Fue entonces cuando reconocí, que estar triste no es lo mismo que ser triste. Que la tristeza no tenía era quien me definía ni formaba parte de mi identidad, era tan solo un estado pasajero, como una delgada nube que cruza el firmamento y posteriormente se desvanece.
Aprendí que podía estar triste sin convertirme en la tristeza misma. Que la tristeza, en lugar de ser esa enemiga que me habían enseñado a temer, podía ser una compañera, una aliada que me enseñara a reflexionar, a mirar hacia dentro, a entenderme, a reconocerme. Me di cuenta de que había un poder profundo en permitirme sentir, en aceptar que, a veces, la tristeza era la emoción adecuada para el momento.
No hay nada malo en querer quedarse quieta, en abrazar esos días grises y dejarlos pasar, como un río que fluye después de las heladas, sin esfuerzo.
Poco a poco, dejé de temerle a la tristeza, y al hacerlo, también abracé con mayor felicidad a la alegría. Porque en esa lucha constante por evitar la tristeza, también estaba marginando mi verdadera felicidad. Me había convertido en una versión a medias de mí misma, sin dejar que los contornos imperfectos formaran el cuadro completo de quien soy.
Al aceptar mis momentos tristes, empecé a experimentar los momentos felices con más intensidad, sin culpa, sin el miedo constante a perderlos, porque son fugaces, pero ello los hace más especiales.
Recuerdo el día que mis labios se humectaron de nuevo, el día en que no solo sonreí, sino que mis labios fueron besados. No fue un beso cualquiera, sino uno que me hizo erizar y entender lo que significa ser vista, amada por completo, con mis sombras y mis luces, con mis días radiantes y mis tardes nubladas.
Fue un beso que trajo de vuelta la humedad a mis labios secos, y con esa humedad llegó también una nueva forma de vivir. Me di cuenta de que era más feliz cuando no ocultaba lo que sentía, cuando permitía que alguien más también me acompañara en esos momentos difíciles.
Aprendí así a amar mis días de tristeza, porque ya no los vivía en soledad, ni los rechazaba como si fueran un error en mi programación.
Aprendí también que podía disfrutar de esos ratos tristes de una manera diversa, que podía sentarme tranquilamente con la tristeza, hacerle un lugar a mi lado, mirarla sin miedo, de frente, sin esconderla. Y al hacerlo, la tristeza perdió su poder sobre mí. Se convirtió en algo infinitamente más pequeño, menos amenazante, algo que podía tomar de la mano y guiar hasta que fuera el momento de estar lista para irse.
Hoy reconozco que hay una belleza profunda en la tristeza, una belleza que no había visto antes, porque me dejé influenciar por las palabras cercanas y estaba demasiado ocupada tratando de apartarla de mi vista.
En cada lágrima derramada hay una historia, hay un mensaje que viene de lo más profundo del corazón. Y son esos precisos ratos de melancolía, en los que encontré también la paz. Porque en lugar de luchar contra lo que sentía, empecé a fluir con ello. Liberé mis ataduras.
Mis labios, alguna vez secos y agrietados, volvieron a ser suaves. Se llenaron de vida, de risas, de palabras sinceras y también de silencios cuando debieron serlo. Pero volvieron a ser besados, ahora también por mí misma, por el amor propio que floreció cuando empecé a aceptarme por completo. Porque el amor comienza en una misma, y mi amor propio comenzó cuando dejé de rechazar esa parte de mí que también merecía ser reconocida y reconstruida.
Así fue como logré disfrutar más tranquila de mis ratos tristes. Ya no los veo como algo que debo ocultar, ya no me siento obligada a sonreír cuando no lo siento. Me doy el derecho para estar triste cuando lo necesito, y al hacerlo, cada sonrisa que brota de mis labios es auténtica, cada sonrisa es un reflejo verdadero de la paz que siento dentro de mí.
Ya no tengo miedo de ser vulnerable, reconozco que la vulnerabilidad es lo que me conecta conmigo misma y con los demás.
He aprendido incluso a besar a la tristeza, a abrazarla como parte de mí, a encontrar en ella la tranquilidad que siempre había buscado. Porque la tristeza no tiene por qué ser algo oscuro, puede ser un lugar donde nos encontramos a nosotras mismas, donde podemos detenernos y mirar nuestra vida con ojos propios y no prestados. Me doy cuenta de que cada rato triste es una oportunidad para crecer, para sanar y para encontrarme de nuevo.
Y así, hoy camino por la vida con una sonrisa que nace desde lo profundo del corazón, una sonrisa que no siempre está presente, pero cuando llega siempre es real. A veces lloro cuando lo necesito, a veces mis labios se secan, pero sé que siempre volverán a ser humectados, que siempre habrá un beso, una palabra, una emoción que les devolverá la vida. La tristeza ya no es un monstruo desconocido, es una parte de mí que me ha enseñado a ser más fuerte, más completa, más humana.
Porque estar triste no es lo mismo que ser triste, y hoy elijo ser todo lo que soy, sin esconder alguna parte, sin rechazar alguna emoción. Mis ratos tristes son míos, y en ellos encuentro la tranquilidad de saber que soy, simplemente, yo.
Autor: Acm Alberto Carrillo.
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